sábado, 26 de julio de 2008

Pingüino elemental...

…cantando un “¡Hare Krishna!”,
hombre, debiste haberte dado cuenta
que estaban pateando a Edgar Allan Poe…

Relato pseudo-surrealista de la cena de una noche de verano

La expedición partió en busca de un lugar distante con un nombre el cual desconocíamos o del que no queríamos acordarnos, y vagamos cual Colón, atisbando en el aire el olor a tierra o algún rastro de papagayos. Afortunadamente aún manteníamos en la memoria un número y una calle, que no se había anunciado hasta muy tarde, según dijo el vocero, simplemente porque nadie se lo había preguntado.

Después de anunciarse finalmente, la ruta progidiosa, el convoy seguía a ciegas las órdenes de la voz que provenía de la consola del armatoste, y a pesar de que veíamos inminente la caída a un infinito mar, no hacíamos más que resignarnos y alistarnos a dar la brazada de mariposa.

Secos hasta lo más recóndito, pero a pesar de la zozobra evitada, aún manteníamos el hambre del mismo náufrago que ha vivido consigo mismo y con un día de la semana, de nombrar las cosas todas a su paso: y así, depués de bautizar por vez última una calle y la luz de las seis y cinco de la tarde, dimos con el bendito lugar.

El restaurante era un banco en que había que hacer fila y pedir, siempre por triplicado y con una fe notarial la mendicidad de la pesca fresca del día que a diario encontraban al descombinar el candado hermético de la bóveda, que a veces entregaba langostinos y cangrejos de gordas piernas, y a veces sólo presentaba una bota, algunos vestigios de algas y tres condones usados.

Yo había pedido agua pero recibí un ajenjo de un rosado azul, que tenía en su centro un cubo como de hielo seco que se derretía con la plática sobre loros parlantes, los más inusuales nombres de pila, y un repertorio de personajes ya muertos, mientras en el radio daban el marcador de un juego de pelota en el que o todos habían muerto o el resultado no tenía ningún sentido.

Un mesero ha recitado una letanía interminable de especiales, con la creatividad poética de cualquier Bretón o cualquier Tzara García y me hace imaginarme una lechuga que perversa salta de un trampolín para ensartar su enhiesto tallo en la concupiscente suavidad de un puré de papas, apenas sonrojado del carmesí de la remolacha que languidece sobre él.

El mesero habla y habla, erguido, mientras yo, sentada, lo escucho y no acierto a atrapar ninguna de las palabras que como liebres se le escapan de la boca. El mesero me mira molesto, sabe que de lo que dice yo no entiendo nada, y que actúa como bálsamo del olvido, y después de su perorata no atino ni a decir cuál es mi nombre ni como llegué al asiento que ahora ocupo.

Ese mesero no sabe que en este momento me siento tan hermanada con él, y pienso que pararse al frente de un salón de clases y dar una cátedra sobre el muralismo mexicano o explicar el subjuntivo, es exactamente igual que explicar la frescura de los cayos de hacha y de los ostiones y el salmón de Alaska, y no sabe que ganarse a un estudiante es lo mismo que trabajar por propinas.

En el baño una botella de antiséptico azul se me insinuaba con su cachondo "bébeme, bébeme, tú sabes que quieres…"

Y un atún a medio asar se debatía con una langosta bailando un Charleston mientras alguien en el baño cantaba igualito que Ella Fitzgerald y por más que metía yo la cabeza en el excusado no lograba encontrarla.

Alrededor de la mesa la conversación crecía, de boca en boca, de lado a lado, en un ridículo teléfono descompuesto que iba del inglés al francés, del francés al portugués, pasaba por el alemán y se transmutaba en mandarín, pero mi español no atinaba ni al polaco, ni al farsi, ni al islandés (a pesar de conocer todas las canciones de Björk), ni al yidish, pero lográbamos, incansables, hacer llorar de la risa a Carpentier, a Sarduy y a Cabrera Infante con sus inconsolables tigres.

El camino de regreso no fue menos extraño, ni atinamos a comprendernos, pero yo cerré los ojos y me dejé arrullar por una discusión interminable sobre esta cosa y otra, con una rutina que se escuchaba idéntica a aquélla de “Who’s on first?” y yo me reía a pesar de que hablaban ya de alguien que había recién muerto, de cáncer, o de alguna otra enfermedad que no puede nunca provocar la risa...

...y yo pedí a gritos una canción de la que desconocía el título, y la música y la letra, e incluso la certeza de que existiera.

Esta noche, ahora bajo mis dedos se descubre y me descubro odiosa, habiendo pensado demasiado, y bebido demasiado, y comido demasiado, y ahora me iré a dormir pensando que cierta deidad alucinógena no atinará a darme una fantasía tan ilógica como ésta.

2 comentarios:

Unknown dijo...

No había comentado esta entrada, pero ahí va.
Leerla fue como caer a un abismo y de repente comenzar a flotar para después caer de nuevo con la liviandad de una pluma.
Además está grooovy.

Lady Mondegreen dijo...

Vivirla fue como flotar toda la noche :)

¿No te pasa que a veces estás viviendo en la realidad algo que es condenadamente surrealista?

Pues sí, así fue. Y no era que yo estuviera muy bebida, sólo agradablemente aturdida.

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