El objeto por excelencia es el libro. No sólo lo escrito, sino por el objeto en sí mismo.
Todos tenemos nuestras propias idiosincrasias sobre cómo se debe trabajar un libro: Mi hermana por ejemplo, odia prestarme un libro porque yo le dejo siempre las esquinas superiores derechas dobladas, lo siento, los separadores nunca han sido algo mío, mientras mi papá dobla la hoja completa.
Sinceramente no creo en la existencia inmaculada del libro, para mí es un objeto vivo que debe ostentar el paso del tiempo y de mano en mano. Creo que los márgenes de un libro son campo fértil para una maravillosa comunicación telegráfica y unilateral al próximo lector.
De entre mis peculiaridades puedo decir que odio los marca textos, me parece que están hechos sólo para los libros de texto y de superación personal. Para trabajar en un libro yo confío en el lápiz, mi jeroglífica caligrafía y esas banderitas de colores.
Me gusta leer los mensajes que un libro regala, por eso amo los libros usados, o revisar los libros de las bibliotecas. Recuerdo muy bien el primer libro que recibí que ostentaba cicatrices de otro dueño, era un libro de la SEP que perdí, así que heredé el libro de mi primo, tenía una animación de caricaturas, de esas que se hacían en las esquinas para ver a un monito moverse al pasar las hojas rápido, también tenía un chiste: a Álvaro Obregón lo había dejado chimuelo y y había cambiado las primeras tres letras por N-A-L-G.
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Los libros usados traen como cicatrices de guerra algún nombre o fecha al principio, notas al margen y otras afortunadas veces la dedicatoria de un autor.
O un verdadero tesoro: un pedazo de papel enmedio que había sido olvidado, una lista del súper, un boleto de camión, una carta de amor, o alguna otra cosa. Mi papá encontró así, con una ornada manuscrita, el acta de matrimonio de mi abuelo con su primera mujer.
Me pregunto si esas hojas sueltas constituirán un paratexto.
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El libro es un objeto vivo que lleva con orgullo sus tatuajes y cicatrices. Es en sí la bitácora de una travesía.