el teorema de pitágoras, las reglas de acentuación, que la leche materna no puede calentarse en el microondas…
la lista intrincada de mis gustos:
las esdrújulas, el sabor de la coca cola, la novela de un autor que se entrega completo a su locura sin volver nunca la vista atrás, la sensación de la tinta que fluye bien y constante como si saliera de mis propios dedos…
listas innumerables de obligaciones:
los diez mandamientos, varios manuales de estudiante, los señalamientos viales, el juramento a la bandera, la promesa de no dejarte nunca de amar…
conocimientos de la vida moderna que han substituido el instinto básico de supervivencia:
la forma de programar un reloj digital, el teléfono celular, el microondas en vez de la forma eficaz de crear el fuego…
Año con año las listas crecen, aprendo cosas por lo que escucho en la televisión, lo que leo en el periódico o en mis largos ratos de procrastinación en línea, aprende lo que traduzco, lo que me explicas sobre tu trabajo mientras comemos, a pesar de que no me interesa en lo más mínimo el área en la que te especializas.
A veces, no es que aprenda algo nuevo, quizás es sólo que a medida que mi mente envejece finalmente encuentra la forma de decir con palabras lo que siempre le ha sido primal: que ese dolor, que la sensación de caminar entre nubes, que el escozor, que el calor, que el zumbido anuncian que algo no anda bien.
Se acerca el fin de otro año y mis listas crecen.
Me pregunto por qué la necesidad de clasificar y enumerar, de definirme con palabras, de tener listas las estadísticas y las cifras, los datos, la trivia sobre la categoría que soy yo.
¿a quién me alisto a responderle?
¿cuál concurso es este en el que juego?