La idea, a primera vista, parece muy modesta hasta que se piensa en lo fuerte que es experimentar el momento más determinante e íntimo de la vida en el último recóndito de seguridad: la cama propia.
Yo no sólo desearía morir en mi propia cama.
Podría vivir en mi cama.

La intimidad de la propia cama.
El lugar en el que uno duerme y sueña se convierte en el sitio de la mayor vulnerabilidad.
Cuando era niña y adolescente dormir en mi cama no tenía la importancia que tiene el día de hoy. Antes podía dormir en cualquier sitio.
Pero con la edad vienen las preferencias y las idiosincracias: Se extraña la cama y la almohada.
Sin ella, uno no se siente ni seguro ni uno mismo.
Hace dos noches que no duermo en mi cama, y no lo haré en poco más de una semana. Con el mismo fervor de Gervaise añoro mi cama (aunque no mi muerte aún).
Hay demasiados años de historia y sueños en ese colchón.
Marcas invisibles de amor y lágrimas.
La vida ha comenzado y terminado ahí.
Y en esta generación nuestra de la fugacidad, es muy posible que mi muerte serena no ocurra en esa misma cama.
Pero deseo, que sea en una que me haga sentir igual.
1 comentario:
Eso, cuando generalmente, uno siente que tiene hogar.
Yo, en cambio, podría dormir en cualquier lugar donde me sienta cómoda. Pues mi cama... dudo que la extrañe.
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