La enfermedad ha sido un tema constante en el arte y en la literatura con la romantización de la tuberculosis en "La dama de las Camelias", la figura oscura y agonizante de un Chopin, una Santa, una Naná. Así como también la demonización de enfermedades como el cancer o el sida, excelentes novelas sobre la segregación y persecución de enfermos de sida son "Virtudes del pájaro solitario" de Goytisolo y "Pájaros de la playa" de Severo Sarduy. Esa demonización de la enfermedad, y sobre todo de enfermedades que por su novedad y falta de cura se envuelven en misterio son las que trata Susan Sontag en su libro "Illness as a metaphor / AIDS as a metaphor" y critica fuertemente el uso metafórico de la enfermedad con frases como "el cáncer de la sociedad o personalidad cancerígena".
Pero la enfermedad persiste. En la literatura hay ciertas enfermedades que se presentan como el catalizador para alcanzar una verdad velada, un nuevo plano de entendimiento, una iluminación... El VIH se ha visto en ciertos círculos y retratado el fenómeno en medios de comunicación, publicidad, arte, literatura, etc. como el "regalo", el rito de iniciación que invita a una socidad selecta de iniciados, es el beso, la mordida del vampiro, la galleta que nos dice "cómeme".
La enfermedad persiste...
Escribir metafóricamente se concibe como enfermedad, aquellos que somos aquejados por ella entendemos sólo la obsesión por la palabra, la manía, la compulsión, como mal congénito.
Quiero abrir con estas breves palabras el diálogo a la poética de la enfermedad. Hablemos de la enfermedad en el arte, en la poesía, en la ficción...
Hablemos de la enfermedad.
martes, 21 de octubre de 2008
lunes, 6 de octubre de 2008
Él construye una mesa
Él dice que su secreto es fuerza bruta e ignorancia.
Y alguien una vez me dijo (para mi horror) que la ignorancia es una bendición.
Y recuerdo la noche en que apenas lo conocía cuando él hablaba de cosas que yo nunca he entendido ni entenderé, pero aprecié muy claramente que cuando él llega a una cañada comienza a imaginar puentes y a trazarlos en el aire, pero no ve nunca el vacío.
Él no encontró la mesa que buscaba y su reacción fue la más simple, la más ingenua, la más honesta:
Hacer su propia mesa.
Él no tiene nunca nada que perder porque siempre se cobija con la bandera de su ingenuidad, de su ignorancia, de su simpleza, pero yo sé que no es ingenuo, ni ignorante ni simple.
Lo he visto todo el día lijar la madera y seguir sus líneas y volutas. Me hace sonreír cuando taladra y martilla sin preocuparse por los vecinos.
Y me maravilla cómo su mente exacta, matemática, espacial, tiene un plano en detalle de cada una de sus maniobras, de su ingenio.
Hoy he pensado en ese hombre soñador sentado al otro lado de la mesa años atrás, sigo sin entender cómo su mente está llena de ángulos y de espacios y de intrincadas secuencias numéricas, cuando yo pienso en palabras, en metáforas, en tropos y peculiaridades lingüísticas.
No voy a sentarme a llorar ante el precipicio.
Voy a seguirlo viendo construir su mesa y dejaré de cuestionarme, de dudar, de creer que todo lo que pienso y digo es descabellado, o ingenuo, o simple, o imposible.
Y alguien una vez me dijo (para mi horror) que la ignorancia es una bendición.
Y recuerdo la noche en que apenas lo conocía cuando él hablaba de cosas que yo nunca he entendido ni entenderé, pero aprecié muy claramente que cuando él llega a una cañada comienza a imaginar puentes y a trazarlos en el aire, pero no ve nunca el vacío.
Él no encontró la mesa que buscaba y su reacción fue la más simple, la más ingenua, la más honesta:
Hacer su propia mesa.
Él no tiene nunca nada que perder porque siempre se cobija con la bandera de su ingenuidad, de su ignorancia, de su simpleza, pero yo sé que no es ingenuo, ni ignorante ni simple.
Lo he visto todo el día lijar la madera y seguir sus líneas y volutas. Me hace sonreír cuando taladra y martilla sin preocuparse por los vecinos.
Y me maravilla cómo su mente exacta, matemática, espacial, tiene un plano en detalle de cada una de sus maniobras, de su ingenio.
Hoy he pensado en ese hombre soñador sentado al otro lado de la mesa años atrás, sigo sin entender cómo su mente está llena de ángulos y de espacios y de intrincadas secuencias numéricas, cuando yo pienso en palabras, en metáforas, en tropos y peculiaridades lingüísticas.
No voy a sentarme a llorar ante el precipicio.
Voy a seguirlo viendo construir su mesa y dejaré de cuestionarme, de dudar, de creer que todo lo que pienso y digo es descabellado, o ingenuo, o simple, o imposible.
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